jueves, 21 de marzo de 2013

El secreto de Bruna

Asomaban los primeros rayos de una gélida mañana. Todo estaba en silencio, en aparente calma. A lo lejos empezó a sentirse un pequeño rumor. A medida que el rumor se acercaba, su onda vibratoria se podía sentir bajo la férrea tierra. Eran los primeros visitantes, aquellos a los cuales los domingos les gustaba madrugar, para disfrutar de la naturaleza en su pleno apogeo, desde el alba al ocaso.


Ese día, aparentemente iba a ser muy especial, pues Bruna celebraba su octavo cumpleaños y tras casi media noche sin dormir, sabía a ciencia cierta, que hoy encontraría un tesoro fantástico en el campo.

No obstante, desde hacia tres años, ese día se había vuelto muy triste para sus padres, ya que su gemelo, del cual ella casi no tenia recuerdo, había abandonado este mundo para ir a poblar el cielo.

Pero Bruna, seguía viéndolo, lo sentía muy cerca, sobretodo cuando estaba en contacto con la naturaleza.


No se atrevía a contárselo a sus padres, pero por las noches, cuando miraba la luna llena, su ojo izquierdo empezaba a brillar, como si de un faro se tratase. Y cuando llegaba la primavera y con ella las alergias, en los amaneceres miles de estrellas brillaban a la luz del sol.

Su abuela, solía decirlo a menudo: -esta niña tiene un don!. Y ella, como si de un mantra se tratase, desde hacia tres años, durante cada primavera, se lo repetía a si misma. Por eso, lo sabia, este día iba a ser muy especial.

Empezó a caminar rodeando el sendero que la acercaba hasta el lago.  Conocía cada rincón de memoria, tanto que casi podía hacerlo con los ojos cerrados. De repente, cuando asomaba tras los arbustos que tocan la orilla del lago, los vio aparecer. Surcaban el cielo decididos, graznando con fuerza.


Bruna al verlos, sonrió para sus adentros. Sabia que lo conseguiría, que estaba ya muy cerca de encontrar su tesoro. Era una señal inconfundible, los patos siempre traen buenas nuevas. Lo había leído en uno de esos libros viejos, que papá guardaba en los estantes altos de la librería. Siempre pedía permiso para verlos y tras recibir el si de papá, tomaba el taburete de la cocina y escalaba a lo mas alto. Una vez en sus manos, lo abría con delicadeza y miraba atentamente las fotos, leyendo lo que en letra más grande estaba escrito debajo. Si, sin duda, era una muy buena lectora para su edad.

Si algo la hacia disfrutar, era coger su caleidoscopio, el que se había construido con una botella de cristal llena de flores secas, y  a la luz del sol, utilizarlo para leer, como si de una lupa mágica se tratase. Le encantaba ver los reflejos, e imaginar las palabras imposibles.


Sin duda era una pena no tenerlo ahí, en esa expedición cerca del lago. Seguro que le hubiese venido muy bien, para poder mirar al horizonte, hacia donde volaba la manada de patos, ya que sin duda alguna,  hacia ahí tenia que ir. Se sentía como una intrépida aventurera, como los piratas que surcan los mares. Fue entonces cuando tropezó con una piedra enorme y cayo de narices al suelo.

Allí, tumbada de bruces, miro sus manos, se le acababa de clavar una astilla en una de ellas. Le dolía un poco, pero, resistiría hasta volver junto a papá, para que mamá, le limpiase y curase la herida. Se sentía un poco torpe, como no había visto esa piedra. Y para colmo, parecía que se había roto sus queridos pantalones rojos. Eso, si que era peligroso, mamá se iba a enfadar. Suerte de la abuela, que saldría en su defensa diciendo: -cariño, son cosas de niños. Eso es lo que más le gustaba de la abuela, que siempre salia en su defensa. 

Entonces, escucho un ruido, se giró hacia su lugar de proveniencia y allí la vio, quieta, olisqueando y mordisqueando una pequeña bellota.


Se giró y la miró sorprendida. Entonces, Bruna sintió que su ojo empezaba a brillar, a centellear. La pequeña ardilla, saltando se acerco tímidamente a ella. Bruna estiró su mano y la pequeña se dejo tocar. Mientras la ardilla la olisqueaba, Bruna sentía como su corazón latía y latía, con una fuerza inusual. Estaba muy nerviosa ya que había reconocido su tesoro y en su sino más profundo, sabía que tenía que llevársela con ella.

Pero ¿cómo iba a hacerlo? Las ardillas por naturaleza son salvajes... Entonces recordó, que llevaba un pedazo de galleta en su bolsillo y se lo ofreció. La ardilla, se acercó más a ella, subiéndose a una pierna y empezó a comer de su mano.

Sin duda alguna ese día de primavera empezaba a ser especial. La pequeña ardilla, sorprendentemente, después de acabar la galleta, se acurruco tranquilamente en su barriga y así, la una con la otra unidas, Bruna entrecerró sus ojos y miró hacia su alrededor.


El sol empezaba a brillar con fuerza.  Se sentía muy feliz, pues sabía que tenía una nueva amiga, que nombre le pondría. Era una decisión muy importante, pues un nombre no es cualquier cosa. Miró fijamente a la pequeña ardilla y le pregunto: - ¿qué nombre te gustaría tener?. La ardilla se removió inquieta. Entonces se acordó del libro, de los patos, del viaje de Ulises... y volvió a preguntarle de nuevo: - ¿qué te parece Penélope? Y la ardillita, apoyo su cabecita, en señal de afirmación.

Achinó nuevamente los ojos y vio esas bolitas de luz que difuminan el paisaje. Era tarde, debía empezar a volver hacia el coche.




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